Hija



mi garganta es una gota el jugo de un limón entero una línea mineral angula el ojo derecho mi cara es territorio cartesiano presta al filo de los bordes de pétalos congelados por el invierno en alta cruz Alicia amor de mi esternón pupula una crisálida en ella serás gestada placas de silicio engranarán tus pupilas la tibieza de tus manos primeras será recuperada de entre el calor que guardan las quebradas tras los soles de mil amaneceres Tu centro mudado, del nuevo mundo un ocotillo por corazón tres pestañas serán de oro cada una caerá por el interior de mi cuerpo vertical sellando afrentas
serás por fin la justicia serás por fin el amor ungido en la carne humana


La reina, para permitir el nacimiento de su heredera, tenía que matarlo, la construcción de la voluntad para que una energía muera debía ser muy bien trabajada, se lo había dicho su abuela y su madre, pero era la primera vez que la enfrentaba en la carne. 

Resistió su viento, sus estacas, la podredumbre que otras veces fue vana, pero ya conocía el mismo aroma que los carroñeros reconocen para alimentarse, y lo usó de la misma manera. Este era el alimento, su muerte era la transformación, era la energía, era Alicia. 

Se sintió cerca de la muerte, en el último ataque que semejante bestia no logró reconocer, por su naturaleza, como un ataque. Se detuvo en medio de una noche caliente previa a la lluvia, sostuvo frente a su cara las falanges dobladas con los nudillos apuntando al cielo, líneas doradas le angularon formas desde el mentón hacia la nuca, pasando por las pestañas mojadas de llanto, un viajero del espacio frente a ella le ofreció la mano, supo que era el tiempo, aunque la incertidumbre apostaba a podrirle de nuevo el corazón, los espacios abrieron a otro lugar. 

Una espada muy ancha, de punta triangular, biselada y brillante se formó en la espalda que dormía bajo el viajero, el cuerpo supo qué hacer, estaba programada, no había otro camino, no era que no los viera, es que era contradictoriamente lo más transparente. 

Lo tomó, cogió las palabras que la bestia profería, las que requerían ser escuchadas para seguir pudriendo y comiendo la carne lacerada de la reina, y aprovechando su argucia lo posicionó de manera horizontal, las pupilas se le dilataron y forcejeó por entrar, pero ya no había caso. El hender duraría días, no tenía idea de cómo saldría, pero el material del que estaba hecha el arma era el mismo del que estaría hecha la heredera, la nobleza en la voz del instrumento la protegió del hambre y del frío, hasta que terminó de atravesar el disco que cerraba el esternón de la bestia, y cuando la punta del estoque tocó tierra, se formó un hilo de agua que le mojó los pies. 

Lo observó un par de segundos, se secó las manos en la ropa y vio que el día seguía tibio, que el viento le daba desde el frente y que una mano pequeña de color amarillo le hacía cosquillas cerca de la pantorrilla con su nutrido tacto. La tomó en sus brazos y se la llevó, pensó en la manta que usaría para cubrirla cuando el cansancio le ganara, y en cómo sentirían sus manos la caricia vertida en su cabeza y en su pelo, cuando le tocara esta noche ser guardiana de ese sueño.